viernes, abril 28, 2006

¡Dardos Keith, dardos!

¿Cuáles eran pues, los hobbies de Keith? No podía poner las titis. (…) No podía poner los caballos ni sacar a pasear a Clive ni frecuentar los pubs. En cuanto al billar y las máquinas tragaperras, eso tenía, ya que no otra cosa, el sello de la autenticidad… Barajó algunas otras ficciones: la espeleología, las reuniones, el cultivo de legumbres. Pero su orgullo se rebeló contra tal impostura ¿Cultivar legumbres? Hay que estar… Finalmente, escarbó en su alma por última vez, se le pusieron blancos los nudillos de la fuerza con que agarró el bolígrafo y puso la televisión. Era la pura verdad. Veía muchísimo la tele. Había visto la tele durante muchos años seguidos, eternidades de tele. Como que había quemando el tubo de tanta verla. Y el tubo lo había quemado a él, lo había dejado KO, al resquebrajarse sus cátodos como si tuvieran cáncer.

¿Es pura figuración mía, o tiene algo que ver el tumulto hormonal de Keith con su reducida expectativa de vida? Aunque la vida nunca parece realmente larga cuando se contempla sobre el telón de fondo de la historia, la de Keith se halla en la actualidad doblemente comprimida, o condensada, y, por ende, acelerada. Su vida está en el botón de avance rápido, o el de búsqueda de imágenes. No son ya los animales los que viven pocos años.

- Yo recuerdo la forma justo en el momento preciso en que la necesito – dijo Keith-. Me viene siempre en el momento oportuno. Mientras mantenga la calma, no tengo miedo de nadie Tony, y menos lanzando como yo lanzo. Que no crea nadie que me voy a cagar o mear la pata abajo esta noche. Aprovecho para agradecerte a ti y a los demás televidentes vuestro apoyo tan maravilloso. Sin la afición, no existiría el mundo de los dardos
- Keith, a ti se te conoce por tus perfectos remates, dijo la voz, que era ¿qué era qué?, que era la televisión, la vida soñada, la cultura privada, el saber leer y escribir, los bienes materiales. Creo que te llaman Mr. Liquidador, o el Rematador.
- Así es, William – convino Keith – Pero he trabajado para mejorar aún más mi rendimiento. Estas noche estas viendo a un Keith Talent superior. Un lanzador de dardos más completo. Sin embargo ya sabes lo que se suele decir. Los triples son la crema, y los dobles la masa. Puedes conseguir todos los máximos y todos los cincuenta que quieras; pero si no puedes rematarlos, si no puedes apuntillarlos…
Keith estuvo tosiendo un buen rato. No estaba en los estudios de televisión ni en nada parecido. Estaba en el garage, bañado por la polvorienta luz matinal. Estaba arrellanado sobre una caja de cartón, meditando con cara de fastidio.

Durante los días que siguieron a su primer encuentro, la imagen de Nicola Six fue a poco apoderándose de la mente de Keith. Pensaba en ella a menudo: mientras inspeccionaba un escaparate en Oxford Strett, mientras se hacía una paja apresurada en los momentos previos a caer dormido, mientras se destrozaba con Trish Short. Aunque muchos de estos pensamientos eran francamente pornográficos (pero de una pornografía con clase, ¿entendido?, no como la porquería que abunda por aquí), no todos ellos lo eran. Se veía a sí mismo en bañador, sobre una tumbona, frunciendo el seño ante un balance comercial junto a una piscina privada, mientras Incola se le acercaba en bikini y tacones altos para servirle una bebida y acariciarle con ternura el pelo. “Los Angeles, je, je” susurraba. O Keith en esmoquin, en un patio de las afueras de Palermo: mesa de cristal y velas, y ella con una falda de mucho vuelo. Empresario internacional con amplios intereses comerciales. Redimido y liberado de su miseria. Al otro lado.
No conocía el problema de las cabinas públicas ni del vandalismo, aunque una mirada más atenta a la gente de la calle que lo miraba tan risueñamente mientras él se afanaba detrás del cristal oscuro o se quedaba plantado sacudiendo la cabeza y con las manos en las jarras, le podría haber indicado que el vandalismo había dejado muy atrás a las cabinas telefónicas. El vandalismo se había pasado ahora a la forma humana. Ahora las personas se trataban a sí mismas como si fueran cabinas telefónicas, arrancándose las entrañas y tirándolas a la basura, y pintarrajeando sus superficies con signos sexuales y graffiti.

Amis, Martin, “Campos de Londres”