lunes, mayo 01, 2006

Camaradería

Esa noche tuve los sueños más horrendos. Y no es extraño, pues antes de dormirme pesaban sobre mi los recuerdos de mis desdichados días de escuela;no pude sacármelos de encima ni siquiera durante el sueño.Unos parientes lejanos, a cargo de quienes estaba, me habían mandado a esa escuela; nunca volví a tener noticias de ellos. Era huérfano, y cuando me metieron en el colegio ya había sido atontado por sus reproches. Era un chico silencioso, caviloso, y contemplaba con desconfianza el mundo que me rodeaba. Mis compañeros sintieron un inmediato desagrado hacia quien era tan distinto de ellos, y me recibieron con burlas crueles, implacables. Yo no podía soportarlas; no me era posible darlas por descontadas,como lo hacían ellos entre sí. Los odiédesde el comienzo y me refugié en mi tímido, herido, desmesurado orgullo. Me repugnaba la grosería de ellos. Se reían abiertamente de mi cara y de mi figura esmirriada, aunque los rostros de ellos eran increíblemente estúpidos. En esa escuela, las caras de los chicos, quién sabe por qué, degeneraban y se volvían idiotas. Muchos de ellos eran atrayentes cuando entraban, pero al cabo de unos años se convertían en criaturas desagradables. A los dieciséis ya me maravillaba, con taciturno asombro, de la pequeñez de sus pensamientos, la vacuidad de sus conversaciones; juegos y preocupaciones. No entendían las cosas esenciales, y no les interesaban los ternas más estimulantes, de manera que llegué a considerarlos mis inferiores. Eso no era producto de mi orgullo herido. . . y por favor, no me vengan con los ridículos clisés sobre lo fácil que es para mí hablar de esa forma, pero que mientras yo seguía soñando esos chicos empezaban a captar el verdadero sentido de la vida. No captaban un rábano, y menos aún el sentido de la vida... y juro que eso es lo que más me irritaba en ellos Por el contrario, veían como fantasías las realidades más evidentes que tenían ante las narices y, ya en esa época, hacían un culto del éxito. Hacían caso omiso de la justicia, se burlaban con cinismo de todo lo indefenso y oprimido. Para ellos, la posición social era símbolo de inteligencia, y a los dieciséis años ya hablaban de puestecitos cómodos y bien remunerados. Por supuesto, debo decir que esta actitud se debía en gran medida a los malos ejemplos que tenían ante sus ojos desde la infancia. Eran increíblemente depravados. Es claro que su depravación era más bien superficial, en general seudocínica, y de vez en cuando la atravesaban algunos chispazos de la frescura de la juventud. Pero hasta esa frescura resultaba desagradable. Los odiaba con violencia, aunque es probable que fuese peor que ellos. Me pagaban con la misma moneda, y no se preocupaban por ocultar la repugnancia que les inspiraba. Pero para entonces yo ya no deseaba que me quisieran; quería humillarlos. Para eludir sus burlas, estudié más que nunca y me convertí en uno de los mejores alumnos. Esto los impresionó. Además, empezaron a darse cuenta de que yo ya leía libros que estaban fuera del alcance de su comprensión, y que me encontraba familiarizado con temas acerca de los cuales nunca habían oído hablar (y que no estaban incluidos en nuestro programa de estudios). Se mofaban de mí con asombrado sarcasmo, pero aceptaban mi superioridad mental, en especial cuando los profesores comenzaron a destacarme debido a ello. Dejaron de burlarse, pero seguían odiándome. Entre ellos y yo se establecieron relaciones frías, tensas. A la postre, no pude aguantar. Al cabo de tantos años, sentía la necesidad de compañías humanas y de amigos. Traté de acercarme a algunos de mis compañeros, pero mis intentos eran torpes y forzados, y no dieron resultados. En una ocasión conseguí un amigo, pero en el fondo del corazón yo era un tirano y quise ser el amo absoluto de sus pensamientos. Quería infundirle desdén por los que nos rodeaban; le exigí que rompiera con su mundo. Mi apasionada amistad lo aturdió. Lo empujé a las lágrimas y a arrebatos de desesperación. Era una persona ingenua y sumisa, y cuando sentí que me había apoderado por completo de él, comencé a odiarlo y al final lo rechacé. Era como si hubiera querido su amistad total nada más que para conquistarla y someterlo a mi voluntad. Pero no me era posible conquistarlos a todos; él era una excepción, y nada tenía que ver con los demás.

Dostoievski, Fedor, "Memorias del Subsuelo"