martes, mayo 09, 2006

Las buenas relaciones

[Billy] suponía que la intención del Evangelio era enseñar a la gente, entre otras cosas, a ser compasivo, incluso con las personas más bajas y ruines. Pero lo que el Evangelio enseñaba en realidad era esto: “Antes de matar a alguien, asegúrate de que no esté bien relacionado”. Así es.
El defecto de las historias de Cristo, decía el visitante del espacio, estaba en que era en realidad el Hijo el Ser más poderoso del universo, aunque pareciera un don nadie. Y los lectores así lo veían, de manera que cuando llegaban al momento de la crucifixión pensaban: “¡Esta vez han metido la pata al escoger a ese tipo para lincharlo!”
Vonnegut, Kurt, "Matadero Cinco"

Sonrisa

Siempre que me dejo conmover por una sonrisa me alejo con la carga de lo irreparable ya que nada descubre más atrozmente la ruina que espera al hombre como ese símbolo aparente de felicidad, el cual hace sentir con más crueldad a un corazón deshojado el temblor de lo pasajero de la vida, como el estertor clásico del fin. Y siempre que alguien me sonríe, descifro en su frente luminosa la desgarradora llamada: “¡Acércate, fíjate bien, que yo también soy mortal”
Cioran, E.M, “El ocaso del pensamiento”

Conciencia insoportable

Sólo para quienes han dormido su vida, la muerte puede equivaler al sueño. Los otros, afectados de insomnio, ¡sobrevivirán despiertos a sus cenizas o a su esqueleto burlón! Cuando el conocimiento haya traspasado todas las fibras, entonces nada podrá hacerte creer que alguna vez dejaste de ser conciente.

Cioran, E.M, “El ocaso del pensamiento”

Nada suprema

Es curioso que en cuanto adviertes que los seres son sombras, que todo es inútil, te alejas del mundo para encontrar el único sentido en la contemplación de la nada, cuando podías quedarte perfectamente en las sombras y en la nada de cada día. ¿De dónde viene la necesidad de superponer a la nada efectiva una nada suprema?
Cioran, E.M, “El ocaso del pensamiento”

Ocaso

Si el sol le negara al mundo su luz, el último día que alumbrase se parecería a la mueca burlona de un idiota.

Cioran, E.M, “El ocaso del pensamiento”

Bienes sin herederos

Después de haber reunido con esfuerzo y presteza tanto aislamiento, el sentimiento de propiedad te impide morir con conciencia tranquila. ¡Cuantos bienes sin herederos! Despilfarro es la palabra para la última razón del corazón

Cioran, E.M, "El ocaso del pensamiento"

miércoles, mayo 03, 2006

Hueco

-El que controla el presente controla el pasado -dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación-. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por cierta.
O'Brien sonrió débilmente:
-No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretanente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
-No.
-Entonces, ¿dónde existe el pasado?
-En los documentos. Está escrito.
-En los documentos... Y, ¿dónde más?
-En la mente. En la memoria de los hombres.
-En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?
-Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? -exclamó Winston olvidando del nuevo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano. -Al contrario -dijo por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo. (..)

-Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu enfermedad por creer que es una virtud (..)

-Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas v falsas. Nosotros no cometemos esta clase de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti. Desaparecerás por completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada: ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco entornados y le dijo:
-Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
-Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarle a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertirnos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores en cuya inocencia creíste un día -Jones, Aaronson y Rutherfordlos conquistamos al final. Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo -pensó Winston-; no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O'Brien, examinándola y rechazándola. La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco O'Brien? El loco tenía que ser él, Winston. O'Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser dura:
-No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. Jamás se salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre.Es preciso que se te grabe de una vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro... Estarás hueco.
Orwell, George, "1984"

martes, mayo 02, 2006

El amor al prójimo

Quizá hallemos la pista en uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad civilizada. Es el precepto «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de universal nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que éste lo ostenta como su más encomiable conquista; pero sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir?

Examinándolo con mayor detenimiento, me encuentro con nuevas dificultades. Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que -para confesarlo sinceramente- merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo. Si se condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto, a pesar de serle yo un extraño, estaría dispuesto por mi parte a retribuírselo de análoga manera, aunque no me obligara a ello precepto alguno. Aún más: si ese grandilocuente mandamiento rezara «Amarás al prójimo como el prójimo te ame a ti», nada tendría yo que objetar. Existe un segundo mandamiento que me parece aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más violenta: «Amarás a tus enemigos.» Sin embargo, pensándolo bien, veo que estoy errado al rechazarlo como pretensión aun menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo mismo que el primero.

Llegado aquí, creo oír una voz que, llena de solemnidad, me advierte: «Precisamente porque tu prójimo no merece tu amor y es más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo.» Comprendo entonces que éste es un caso semejante al Credo quia absurdum.

Ahora bien: es muy probable que el prójimo, si se le invitara a amarme como a mí mismo, respondería exactamente como yo lo hice, repudiándome con idénticas razones, aunque, según espero, no con igual derecho objetivo; pero él, a su vez, esperará lo mismo. Con todo, hay ciertas diferencias en la conducta de los hombres, calificadas por la ética como «buenas» y «malas», sin tener en cuenta para nada sus condiciones de origen. Mientras no hayan sido superadas estas discrepancias innegables, el cumplimiento de los supremos preceptos éticos significará un perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad. No se puede eludir aquí el recuerdo de un sucedido en el Parlamento francés al debatirse la pena de muerte: un orador había abogado apasionadamente por su abolición y cosechó frenéticos aplausos, hasta que una voz surgida del fondo de la sala pronunció las siguientes palabras: Que messieurs les assassins commencent!

La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción (…)

Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”.

Beneficencia

-¡Que locura engendrar hijos– pensaba Des Esseintes-¡Qué decir que los eclesiásticos, que precisamente hacen votos de castidad, han llevado la inconsecuencia hasta el extremo de canonizar a San Vicente de Paúl porque salvaba de la muerte a inocentes criaturas reservándolas para inútiles torturas de la vida!
Como consecuencia de sus aborrecibles preocupaciones, este hombre había aplazado, por muchos años, la muerte de seres desprovistos de inteligencia y de sensibilidad, para que, al llegar a la edad en la que empiezan a razonar y son aptos para sufrir, fueran capaces de descubrir su triste porvenir, esperando y temiendo esa muerte de la que hasta ahora no conocían ni el nombre, y a la que algunos incluso terminarían por apelar, para expresar así su odio contra esta condena de vivir la existencia que él les había impuesto en virtud de un código teológico absurdo.
Y desde la muerte de ese anciano, sus ideas habían prevalecido; los niños abandonados eran recogidos y atendidos, en lugar de dejarles morir suavemente sin que lo notaran; y sin embargo la vida que se les respetaba se hacía cada vez más dura y difícil.¡La sociedad misma, con el pretexto de fomentar la libertad y el progreso, había descubierto también un medio más para agravar la miserable condición del hombre, arrancándole de su hogar, vistiéndole un uniforme ridículo, entregándole armas especialmente peligrosas, y embruteciéndole con un régimen de esclavitud idéntico a aquel del que habían sido liberados, por compasión, los negros; y todo esto para ponerle en condiciones de poder asesinar a su prójimo, sin correr el riesgo de ser condenado al patíbulo, como les ocurre a los criminales ordinarios que actúan por su cuenta y sin uniformes, con armas menos ruidosas y menos certeras!
¡Qué época singular – se decía Des Esseintes- esta que, invocando los intereses de la humanidad, intenta perfeccionar los medios para suprimir el dolor físico, y al mismo tiempo pone un juego toda un serie de estímulos para agravar el dolor moral.

Huysmans, Joris-Karl, “A Contrapelo”.

Esperanza

Recuerdo una conversación con Kafka a propósito de la Europa contemporánea y de la decadencia de la humanidad. "Somos", dijo, "pensamientos nihilísticos, pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios." Ante todo, eso me recordó la imagen del mundo de la Gnosis: Dios como demiurgo malvado con el mundo como su pecado original. "Oh no", replicó, "Nuestro mundo no es más que un mal humor de Dios, uno de esos malos días." ¿Existe entonces esperanza fuera de esta manifestación del mundo que conocemos?" El sonrió. "Oh, bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros."
Conversación entre Kafka y Max Brod.

lunes, mayo 01, 2006

Misantropía

Deporte. El hablar adopta un gesto áspero. Se hace del mismo un deporte. Se desea lograr las mayores puntuaciones: no hay conversación en la que no penetre como un veneno la necesidad de apostar. Los afectos, que en un diálogo dignamente humano contaban en lo tratado, se encuadran en tenazmente en el puro tener razón fuera de toda relación con lo enunciado. Mas como medios del poder, las palabras desencantadas ejercen una fuerza mágica sobre los que la usan. Constantemente puede observarse que lo dicho en una ocasión, por absurdo, casual o desacertado que sea, sólo porque fue dicho tiraniza al que lo dijo de tal manera que, cual una posesión suya, les imposible desprenderse de ella. Palabras, números, términos, una vez inventados y emitidos, se hacen independientes trayendo la desgracia a todo el que esté cerca. Crean una zona de contagio paranoico, y hace falta la totalidad de la razón para romper el hechizo.

Mataderos humanos .La exhortación al happiness, en la que coinciden el científico entusiasta que es el director del sanatorio y el nervioso jefe publicitario de la industria del placer, tiene todos los rasgos del padre temible que brama contra los hijos por no bajar jubilosos las escaleras cuando, malhumorado, vuelve del trabajo a casa. Es característico del mecanismo de dominación el impedir el conocimiento de los sufrimientos que provoca, y del evangelio de la alegría de vivir a la instalación de mataderos humanos hay un camino recto, aunque estos estén, como en Polonia, tan apartados que cada uno de sus habitantes puede convencerse de no oír los gritos de dolor. Tal es el esquema de la imperturbada capacidad de goce.

Psicoanálisis. En la obra de Freud se reproduce inintencionadamente la doble hostilidad hacia el espíritu y hacia el placer, cuya común raíz pudo conocerse precisamente gracias a los medios que aportó el psicoanálisis. Aquellos a los que en igual medida se indispone contra el placer y el cielo son los que mejor cumplirán la función de objetos: lo que de vacío y mecanizado se ve tan a menudo se observa en los perfectamente analizados, no es sólo efecto de su enfermedad, sino también de su curación, la cuál destruye lo que libera. El fenómeno de la transferencia, tan estimado en terapia, cuya provocación no en vano constituye la cruz de la labor de análisis, la situación artificial en la que el sujeto voluntaria y penosamente realiza aquella anulación de sí mismo que antes se producía de manera involuntaria y feliz en el abandono, es ya el esquema del comportamiento reflejo que, como una marcha tras el guía, liquida junto con el espíritu también a los analistas infieles a él.

Del regalo. El verdadero regalar tenía su nota feliz en la imaginación de la felicidad del obsequiado. Significaba elegir, emplear tiempo, salirse de las propias preferencias, pensar en el otro sujeto: todo lo contrario del olvido. Apenas ya es alguien capaz de eso. En el caso más favorable se regalan lo que desearían para sí mismos, aunque con algunos detalles de menor calidad. La decadencia del regalar se refleja en el triste invento de los artículos de regalo, ya creados contando con que no se sabe qué regalar, porque en el fondo no se quiere. Tales mercancías son carentes de relación, como sus compradores. Eran género muerto ya desde el primer día. Lo mismo sucede con la cláusula del cambio, que para el obsequiado significa: “ Aquí tienes tu baratija, haz con ella lo que quieras si no te gusta, a mí me da lo mismo, cámbiala por otra cosa”. En estos casos, frente al compromiso propio de los regalos habituales, la pura fungibilidad de los mismos aún representa la nota más humana, por cuanto permite que al obsequiado regalarse algo a sí mismo, hecho que, desde luego, lleva a la vez en sí la absoluta contradicción del regalar mismo.

Cortesía. Tras la pseudodemocrática supresión de las fórmulas de trato, de la anticuada cortesía, de la conversación inútil y ni aún injustificadamente sospechosa de palabreo, tras la aparente claridad y transparencia de las relaciones humanas que no toleran la indefinición se denuncia su nuda crudeza. La palabra directa que, sin rodeos, sin demora y sin reflexión, se dice al otro en plena cara tiene toda la forma y el tono de la voz de mando que bajo el fascismo va de los mudos a los que guardan silencio.

La izquierda. El optimismo de la izquierda repite la insidiosa superstición burguesa de que no hay que atraer al demonio, sino atender a lo positivo. “¿Al señor no le gusta el mundo? Pues que busque otro mejor” – tal es el lenguaje del realismo socialista.

Sátira .La culpa de que la sátira sea hoy imposible no la tiene, como quiere el sentimentalismo, el relativismo de los valores, la ausencia de normas que obliguen. Lo que sucede es que el consenso mismo, el a priori formal de la ironía, se ha convertido en un consenso formal de contenido. Este sería como tal el único objeto digno de ironía, pero al mismo tiempo deja a esta sin base. El medio de la ironía – la diferencia entre ideología y realidad – ha desaparecido, y ésta se resigna a confirmar la realidad haciendo un simple duplicado de la misma. La ironía se expresaba de un modo característico: si esto afirma ser así, es lo que es; hoy sin embargo, el mundo, hasta en el caso de la mentira radical, simplemente declara lo que es, y esta simple consignación para él coincide con el bien. No hay fisura en la roca de lo existente donde el irónico pueda agarrarse. (…) El gesto del “así es” carente de concepto es el mismo al que el mundo remite a cada uno de sus víctimas, y el consenso trascendental implícito en la ironía se torna ridículo frente al consenso real de aquellos a los que esta hubiera atacado.

Adorno, Theodor, "Minima Moralia".

Camaradería

Esa noche tuve los sueños más horrendos. Y no es extraño, pues antes de dormirme pesaban sobre mi los recuerdos de mis desdichados días de escuela;no pude sacármelos de encima ni siquiera durante el sueño.Unos parientes lejanos, a cargo de quienes estaba, me habían mandado a esa escuela; nunca volví a tener noticias de ellos. Era huérfano, y cuando me metieron en el colegio ya había sido atontado por sus reproches. Era un chico silencioso, caviloso, y contemplaba con desconfianza el mundo que me rodeaba. Mis compañeros sintieron un inmediato desagrado hacia quien era tan distinto de ellos, y me recibieron con burlas crueles, implacables. Yo no podía soportarlas; no me era posible darlas por descontadas,como lo hacían ellos entre sí. Los odiédesde el comienzo y me refugié en mi tímido, herido, desmesurado orgullo. Me repugnaba la grosería de ellos. Se reían abiertamente de mi cara y de mi figura esmirriada, aunque los rostros de ellos eran increíblemente estúpidos. En esa escuela, las caras de los chicos, quién sabe por qué, degeneraban y se volvían idiotas. Muchos de ellos eran atrayentes cuando entraban, pero al cabo de unos años se convertían en criaturas desagradables. A los dieciséis ya me maravillaba, con taciturno asombro, de la pequeñez de sus pensamientos, la vacuidad de sus conversaciones; juegos y preocupaciones. No entendían las cosas esenciales, y no les interesaban los ternas más estimulantes, de manera que llegué a considerarlos mis inferiores. Eso no era producto de mi orgullo herido. . . y por favor, no me vengan con los ridículos clisés sobre lo fácil que es para mí hablar de esa forma, pero que mientras yo seguía soñando esos chicos empezaban a captar el verdadero sentido de la vida. No captaban un rábano, y menos aún el sentido de la vida... y juro que eso es lo que más me irritaba en ellos Por el contrario, veían como fantasías las realidades más evidentes que tenían ante las narices y, ya en esa época, hacían un culto del éxito. Hacían caso omiso de la justicia, se burlaban con cinismo de todo lo indefenso y oprimido. Para ellos, la posición social era símbolo de inteligencia, y a los dieciséis años ya hablaban de puestecitos cómodos y bien remunerados. Por supuesto, debo decir que esta actitud se debía en gran medida a los malos ejemplos que tenían ante sus ojos desde la infancia. Eran increíblemente depravados. Es claro que su depravación era más bien superficial, en general seudocínica, y de vez en cuando la atravesaban algunos chispazos de la frescura de la juventud. Pero hasta esa frescura resultaba desagradable. Los odiaba con violencia, aunque es probable que fuese peor que ellos. Me pagaban con la misma moneda, y no se preocupaban por ocultar la repugnancia que les inspiraba. Pero para entonces yo ya no deseaba que me quisieran; quería humillarlos. Para eludir sus burlas, estudié más que nunca y me convertí en uno de los mejores alumnos. Esto los impresionó. Además, empezaron a darse cuenta de que yo ya leía libros que estaban fuera del alcance de su comprensión, y que me encontraba familiarizado con temas acerca de los cuales nunca habían oído hablar (y que no estaban incluidos en nuestro programa de estudios). Se mofaban de mí con asombrado sarcasmo, pero aceptaban mi superioridad mental, en especial cuando los profesores comenzaron a destacarme debido a ello. Dejaron de burlarse, pero seguían odiándome. Entre ellos y yo se establecieron relaciones frías, tensas. A la postre, no pude aguantar. Al cabo de tantos años, sentía la necesidad de compañías humanas y de amigos. Traté de acercarme a algunos de mis compañeros, pero mis intentos eran torpes y forzados, y no dieron resultados. En una ocasión conseguí un amigo, pero en el fondo del corazón yo era un tirano y quise ser el amo absoluto de sus pensamientos. Quería infundirle desdén por los que nos rodeaban; le exigí que rompiera con su mundo. Mi apasionada amistad lo aturdió. Lo empujé a las lágrimas y a arrebatos de desesperación. Era una persona ingenua y sumisa, y cuando sentí que me había apoderado por completo de él, comencé a odiarlo y al final lo rechacé. Era como si hubiera querido su amistad total nada más que para conquistarla y someterlo a mi voluntad. Pero no me era posible conquistarlos a todos; él era una excepción, y nada tenía que ver con los demás.

Dostoievski, Fedor, "Memorias del Subsuelo"

La voluntad y la sensibilidad

Las variaciones de la importancia que tiene a nuestros ojos un placer o un pesar no pueden depender sólo de la alternativa de esos dos estados, sino de un desplazamiento de creencias invisibles, las cuales, por ejemplo, nos hacen parecer indiferente la muerte, porque lanzan sobre ella una luz de irrealidad, y nos permiten así dar importancia a concurrir a una velada musical que perdería su encanto si, al anunciarnos que vamos a ser guillotinados, la creencia que baña esa velada se disipara poco a poco; este papel de las creencias, y es verdad que algo en mí lo sabía, era la voluntad, pero lo sabe en vano si la inteligencia, la sensibilidad continúan ignorándolo; éstas actúan de buena fe cuando creen que tenemos ganas de separarnos de una persona querida, a la cuál sólo nuestra voluntad sabe que nos aferramos. Y es que estan oscurecidas por la creencia de que volveremos a encontrarla en un instante.

Proust, Marcel, "A la sombra de las muchachas en flor".

Suicidio

Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante,según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la endición del agua a los rayos celestes. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso prudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la norme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿ En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio. Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: "A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. " Eh, cómo!. ¿ Por caminos tan estrechos...?". Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. " Juzgo que todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

Camús, Albert, "El mito de Sísifo".